De niña te enseñaban a ver el mundo en formas geométricas y colores primarios. Era como si los adultos necesitaran equiparte con logros. Luego tenías que pasarte el resto de tu vida desaprendiéndolos. Ésa era la vida, hasta donde ella podía entender. Hacer que todo fuera simple los primeros diez años y, por ese hecho, todo fuera mucho más complicado en los setenta siguientes.



Caminaba lentamente de camino a casa de la muchacha mientras amanecía. Sus pasos, ligeros y tambaleantes, daban tumbos de esquina en esquina hasta llegar a su destino. Había ganado la apuesta. Triunfante y ebrio se balanceaba hasta el portal para cobrar su pacto. Él había ganado, ella nunca lo sabría, sería toda suya, de nadie más. Una mentira más y todo habría terminado. Una noche, un beso, unas palabras bonitas, dos promesas vendadas entre cuatro paredes de las que nunca saldrían. Ella le amaría a él como si nunca hubiera existido otro alguno en su mundo. Un instante después de llamar al timbre de la chica, siente como se desvanecen sus piernas. No las siente. Arrodillado en el suelo palpa su pecho, y cegado por el dolor, empieza a sentir la sangre resbalando lentamente hasta sus pies. En ese mismo momento, cien metros más allá, desde una ventana, un joven dispara con un arma de fuego. Una bala llena de rencor y justicia al mismo tiempo. Dos pisos más arriba, una mujer joven prepara dos billetes de avión para ella y su futuro prometido. Un viaje largo, a una isla alejada de la mano del hombre. Un viaje en el que tendrán mucho tiempo de explicarse por que la policía los detuvo para interrogarlos sobre el hombre que se hallaba desangrado de herida de bala en su portal. De explicarse por que ya no van a poder volver jamás.

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