De niña te enseñaban a ver el mundo en formas geométricas y colores primarios. Era como si los adultos necesitaran equiparte con logros. Luego tenías que pasarte el resto de tu vida desaprendiéndolos. Ésa era la vida, hasta donde ella podía entender. Hacer que todo fuera simple los primeros diez años y, por ese hecho, todo fuera mucho más complicado en los setenta siguientes.



Era una mujer con muchos defectos, pero incluso estos, eran demasiado adorables.
No había cosa que ella no pudiera hacer. Sonreía a pesar de la mala costumbre de sufrir por los demás. Le gustaba cuando el suave viento invadía sus miopes ojos por las mañanas y la hacía despertar. Le gustaba el repiqueteo de la lluvia desde su ventana a su vez que disfrutar de una bonita mañana de sol. Soñaba dormida, pero anhelaba que todo aquello soñado le ocurriría tarde o temprano, en un momento en que estuviera totalmente despierta. Y era cierto que las cosas estaban cambiado muchísimo. Aun no sabía si era para bien o para mal, tal vez todo estaba cambiando y punto. Recordaba aquella mañana en la que despertó con la cabeza extasiada y a punto de estallar de la felicidad. 

Y entonces se dió cuenta de que estaba sola en esa habitación, una vez más, como meses atrás, como años atrás. Y que lo único que la hacía feliz, eran esas llamadas en las que le comunicaban regalos futuros, secretos indescriptibles, noches de ensueño sobre la arena del mar, tardes de lluvia en un portal. Así como noches interminables a la vera de esos ojos. Tan inmensos como el universo, tan grandres como el oceano. Verdes, grises, azules, le daba igual, eran maravillosos. 

Y cada noche se dormía recordando los motivos por los que debía sentirse feliz. Le servían para amanecer con una sonrisa en la cara. Le servían para poder con todo aquello que la desgarraba por dentro segundo a segundo desde que empezaba a andar por aquella vieja calle llena de estudiantes que empezaban el día tal y como lo estaba haciendo ella en esos instantes...

No hay comentarios:

Publicar un comentario